domingo, 30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 19,1-10

   
  "En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.
    Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.
    Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
    Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré dos veces más.
    Jesús le contestó: Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar  lo que estaba perdido."
                                          ***                  ***                  ***                  ***
    “El buscador buscado”, podría ser el título de esta escena. A una mirada inicialmente curiosa, la de Zaqueo, le sigue una mirada profunda, la de Jesús. Zaqueo la aceptó, y aquella mirada le transformó. Otros contemplaron la escena con ojos diferentes, los que, al verlo, murmuraban. Jesús siempre mira así, su mirada es una oferta permanente de renovación, pero, como Zaqueo, hay que aceptar  su mirada.
REFLEXIÓN PASTORAL
     “Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria… Nunca ha tenido el hombre un sentido tan grande de la libertad, y, entre tanto, surgen nuevas formas de esclavitud social y sicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y su mutua interdependencia…, se ve, sin embargo, dividido gravísimamente por  la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo… Afectados por tan compleja situación a muchos de nuestros contemporáneos les atormenta la inquietud, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo” (GS. 4).
     En este contexto, que amenaza con neurotizarnos, es posible que algunos, como nos recuerda hoy san Pablo pierdan la cabeza y se alarmen con supuestas revelaciones de un inminente final, y que otros se hundan en el escepticismo o el derrotismo.
     La palabra de Dios hoy es como un balón de oxígeno, como una inyección de optimismo para tiempos de contradicción y desconcierto. ¡Nada hay irremisiblemente perdido, porque todo tiene una raíz buena y sana: el amor de Dios!
    “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho. Si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Y cómo subsistirían si tú no las hubieses querido? Perdonas a todos porque son tuyos, Señor, amigo de la vida” (1ª lectura). ¡No somos fruto del acaso, sino del Amor”.
    Dios es el gran “amigo de la vida”, es la vida; un Dios que no se complace en la muerte del pecador…, cuya misericordia se extiende de generación en generación…, que espera y busca el retorno de los extraviados… Hay que esperar, incluso y sobre todo, de aquellos que nos parecen malos -“¿quién eres tú para juzgar al prójimo?”(St 4,12); hay que esperarlos y no exasperarlos. Como hizo Jesús, que no vino a condenar sino a salvar, precisamente a los que estaban perdidos.
     Zaqueo pertenecía oficialmente a la mala gente de entonces. “Baja, porque hoy quiero hospedarme en tu casa”, así se adelantó Jesús a Zaqueo. Éste nunca hubiera pensado llegar a tanto, se contentaba con verle, sin ser visto, ni por Jesús ni por la gente. Pero Jesús no se contentaba con eso; no había venido a servir de espectáculo; buscaba la persona de aquel hombre y no sólo satisfacer su curiosidad. Y al contacto con el amor de Jesús, Zaqueo se redescubre a sí mismo y se convierte. Porque sólo el amor redime. La denuncia del mal, si no está encarnada en una voz que ama, puede no ser más que nuevo combustible para la gran pira de la violencia.
    Tender la mano en un gesto amistoso, fraterno y salvador; purificar la mirada para contemplar el mundo con esperanza y amor; trabajar en la medida de nuestras posibilidades para que el mundo se reencuentre en su proyecto original de amor…, pueden ser llamadas de atención que el Señor nos dirige en este momento a través de su palabra.
    Dios nunca pasa de largo; pulsa respetuosamente a la puerta, y “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apo 3,20). ¡Abrámosles, acojámosle y, seguramente, que su presencia provocará en nosotros una transformación como la de Zaqueo.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- Mi lectura de la vida, ¿es una lectura esperanzada?
.- ¿Con qué pasión me entrego a “la tarea de la fe?
.- ¿Acepto en mi vida la mirada de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 23 de octubre de 2016

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 18, 9-14
    "En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
    El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
    Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido."
                                 ***             ***             ***             ***
    La parábola de Jesús invita al autoexamen de conciencia. Dos tipos antagónicos y paradigmáticos. Por medio del contraste, quizá hasta caricaturesco, Jesús quiere descubrir los planteamientos equivocados de una religión “formalista” inclinada a hacer cuentas con Dios. El hombre no se justifica ante Dios; es Dios quien hace justo al hombre. Para acceder a Dios hay que caminar por el camino de la verdadera humildad, ya que ese fue el camino por el que Dios ha venido a nosotros (Flp 2, 5-11)
REFLEXIÓN PASTORAL
                                               
    El fariseo era el hombre oficialmente justo (y puede que realmente lo fuera en muchos casos), el publicano era símbolo del pecador (y puede que en muchos casos realmente no lo fuera). Eran, sin embargo, clichés corrientes para catalogar a las personas de entonces. Pero, como toda verdad, tampoco la del hombre se reduce a tópicos y a clichés. “Lo que el hombre es ante Dios, eso es y nada más” decía san Francisco. Y ante Dios se sitúan estos dos “tipos” de hombre.
    “¡Oh Dios mío!”. Así comienzan ambos su oración, pero desde posiciones geográficas y espirituales distintas. El fariseo, erguido, en primera fila; el publicano, atrás, no se atrevía a levantar los ojos… Y desde ahí los caminos se bifurcan y se separan.
     El fariseo, aunque diga “Te doy gracias”, no da gracias a Dios: se aplaude a sí mismo. Su oración es imposible porque habla de confrontación con los otros, de distanciamiento, de descalificación y de autodefensa -“no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano”.
    El fariseo comienza invocando a Dios, pero lo ocultó en seguida con su enorme YO, con su propio ídolo. En aquel hombre tan lleno de sí mismo no quedaba espacio para Dios. No deja que Dios le justifique; se justifica él mismo. Se creía santo y por eso hasta su orgullo era santo. Pobres santos, quienes confunden la santidad con el cumplimiento legalista; quienes tienen que recordar a Dios que gracias a ellos recibe gloria; quienes necesitan desmarcarse del conjunto para hacerse oír de Dios. ¡Pobres santos, porque no son santos!
     El publicano, menos habituado al templo y a los rezos, que quizás desconocía las leyes religiosas, hace una síntesis más breve de su vida: “Soy un pecador”. Y concede a Dios todo el espacio, todo el protagonismo, toda la iniciativa. Deja que Dios sea Dios, que sea su salvador. Su pequeño yo no eclipsa a Dios.
    El fariseo entendía la salvación como hechura de sus propias manos; Dios era un simple remunerador. El publicano entendía la salvación como obra de Dios, confiándose a ella esperanzadamente Por eso, dijo Jesús, “bajó justificado a su casa”, porque dejó que Dios brillara en su vida.  Así juzga Dios.
     La primera lectura nos presenta el perfil del Dios justo. Una justicia que no es “neutralidad” aséptica, sino condescendencia misericordiosa ante las “precariedades” humanas: “Escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda…; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes”. Para Dios no bastan las “pruebas externas”, que pueden estar amañadas. Dios no mira ni juzga como los hombres. Los hombres juzgan por las apariencias, pero Dios mira al corazón (1 Sam 16,7). 
       Por eso, en la segunda, san Pablo expresa su serenidad ante el momento final, convencido de que su vida de fidelidad y sufrimiento por el Evangelio serán acogidos por el Señor, juez justo, que conoce cómo ha corrido hasta la meta. Pero Pablo sabe que todo eso no ha sido por obra suya, sino por la gracia de Dios que ha actuado en él. No le salvará su fidelidad  para con Dios sino la fidelidad de Dios para con él. Una fidelidad que exige correspondencia, pero que, por encima de todo, es oferta permanente de misericordia.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Desde qué espacios vitales hago yo la oración?
.- ¿Mi oración es de “ajuste de cuentas” (fariseo) o de confianza filial (publicano)?
.- ¿Permanezco fiel en las pruebas, o me vengo abajo?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

domingo, 16 de octubre de 2016

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

 

SAN LUCAS 18,1-8
                                         
    En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”; por algún tiempo se negó; pero después se dijo: “Aunque no temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.
    Y el Señor respondió: Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
                                         ***             ***             ***             ***
    Consciente de que la inconstancia es uno de los peligros de la oración, Jesús invita a la perseverancia en la misma. La parábola quiere mostrar que si la perseverancia puede cambiar el corazón de un hombre “neutro”, sin sensibilidad religiosa y humana, cuánto más alcanzará el corazón misericordioso de Dios. Pero, ¿a Dios hay que informarle? No. “No ha llegado la palabra a mis labios y ya, Señor, te la sabes toda” (Sal 139,4). ¿Entonces? No oramos para activar la memoria de Dios, sino la propia. Orar nos recuerda temas fundamentales: que somos hijos de Dios y que él es nuestro Padre. Jesús nos anima a orar como hijos de Dios y con la temática de los hijos de Dios, que él resumió en el Padrenuestro.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Dos son los núcleos en los que insisten los textos bíblicos de este domingo: en la importancia de la oración o, mejor, de la perseverancia en la oración. Porque no se trata de algo intermitente ni discontinuo, sino de perseverar en ella como Moisés (1ª lectura) o como la viuda del evangelio. Y en la importancia del estudio y proclamación de la Palabra de Dios (2ª lectura). Dos elementos esenciales: estudio-anuncio de la Palabra de Dios y oración.
    “La Palabra de Dios no está encadena” (2 Tm 2,9), pero no por falta de intentos. Son muchas las tácticas para acallar, para encadenar la Palabra de Dios: unas violentas y represivas, otras más sutiles y camufladas.
    Hay quienes la impugnan frontalmente; quienes la tergiversan y manipulan, sirviéndose de ella mientras da cobertura a sus intereses; quienes la dan por no dicha…., y quienes culpablemente la ignoran.
    Pretenden silenciarla sus enemigos, pero, y esto es lo más grave, la silenciamos los propios creyentes. Encadenamos la Palabra de Dios con nuestras rutinas, con nuestra falta de compromiso, con nuestro desconocimiento de la misma. La amordazamos con nuestros silencios y evasiones culpables…
     Cargado de cadenas por su predicación del evangelio (2 Tm 2,9; Flp 1,13) , san Pablo proclama que el evangelio no está encadenado, que a la Palabra de Dios no le paralizan las dificultades, las cadenas…; sólo la superficialidad, la rutina son paralizadoras.
     La palabra de Dios, más bien, es desencadenante, pone en marcha procesos de renovación, de liberación personal y comunitaria. Los testimonios más antiguos de la historia bíblica nos presentan con gran fuerza y plasticidad esta dimensión liberadora y salvadora de la Palabra de Dios, rompedora de esclavitudes y miedos congénitos o impuestos…
     En nuestra vida personal y comunitaria deberíamos conceder mayor espacio, tiempo y credibilidad a la Palabra de Dios; así se ampliarían también los espacios de nuestra libertad, porque, inspirada por Dios e inspiradora de Dios, es una palabra pedagógica: “útil para enseñar, corregir, educar”.
     “Investigad las Escrituras, dijo Jesús, ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Estudiar la palabra es un paso imprescindible para conocerla, amarla, orarla y actuarla. No podemos concederle un espacio devocional o marginal, sino un espacio vital y eso significa, entre otras cosas, abrir el Evangelio en todos los momentos de la vida y abrirse al Evangelio en todas las situaciones de la vida.
     Sin olvidar el segundo aspecto: la oración perseverante. Dios siempre escucha, pero lo hace a su manera y a su tiempo. La oración cristiana no tiende a cambiar el plan de Dios, sino a conocerlo y a cumplirlo. Pero sigue en pie la pregunta de Jesús: ¿existirá en la oración ese componente de fe, sin el cual la oración es imposible?
    
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento tengo de la palabra de Dios? ¿La leo asiduamente?
.- ¿Soy perseverante en la oración?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 9 de octubre de 2016

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 17, 11-19
                                       
    "Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a  entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús Maestro, ten compasión de nosotros.
   Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes.
 Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
    Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
    Y le dijo: Levántate, vete: tu fe te ha salvado."
                                              ***                  ***                  ***                  ***
    La escena la relata solo san Lucas, aunque el tema de la curación de enfermos de lepra se halla presente en los otros evangelios sinópticos. La enfermedad de la lepra aislaba socialmente. Jesús, curando, integra socialmente y libera de esa impureza ritual. El relato, con todo, más que destacar la curación, destaca la extrañeza de Jesús por la falta de gratitud y por el hecho de que fuera un “extraño”, un samaritano, el que hubiera sabido reconocer la obra de Dios. Los otros nueve fueron curados, pero este, además, por su fe, fue salvado.

REFLEXIÓN PASTORAL
    Dios es gratuito, no se conquista, se entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras étnicas y político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios, que es Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (cf. Ef 4,6). Es el mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio experimentó la bondad de Dios, y, desde esa bondad, Naamán reconoció al verdadero Dios.
    Entrega y bondad que se hicieron realidad plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Jn 3,16)-, que vino para derribar el muro que separaba a los hombres (Ef 2,14), reuniendo a todos en un gran proyecto familiar -la familia de los hijos de Dios-, la iglesia.
    Nada más contrario al designio de Dios que el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y la segunda lectura nos invita a recordarlo: “Haz memoria de Jesucristo”, que asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del Padre, acogiendo a todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin distinciones de credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
    Hasta aquí una afirmación fundamental de los textos bíblicos: la salvación es una donación gratuita de Dios, es Dios que se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la gratitud.
    ¡Dar gracias! Hoy, cuando vivimos tan apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo; cuando nos abrimos paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no resulta fácil ni frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los otros en nuestro entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
    Hemos absolutizado la dimensión productiva del hombre, olvidando otras fundamentales, como la estética, la contemplativa… Hemos alterado profundamente el sentido del trabajo, hasta convertirlo de bendición en opresión, de medio de realización personal en instrumento despersonalizador… Nos hemos incapacitado para descubrir el bien de los otros y la parte que tienen en la construcción de nuestra vida…; por eso vivimos en frecuente tensión: olvidándonosle dar gracias a Dios y a los hombres.
    Jesús fue una persona profundamente agradecida, no se le escapaba un detalle: ni un vaso de agua dado en su nombre quedará sin recompensa (Mt 10,42); de ahí que le apenara profundamente la falta de gratitud: “¿No eran diez los curados?;  los otros nueve ¿dónde están?”.
    María fue una mujer agraciada y agradecida. Su canto es la expresión de un corazón sensible: agradece el detalle que Dios tuvo de escogerla para madre de Jesús; la acogida que la dispensarán las generaciones futuras; el que Dios tome parte por los pobres, y se declare contra los opresores poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “¡Gracias, Señor!”.
    Francisco de Asís fue otro hombre que no pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas, sino que en todo momento escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el sol, la luna y las estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la muerte; en las aves, en los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas, mi Señor”.
     Dar gracias es nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús,  quiere de vosotros” exhorta san Pablo (1 Tes 5,18).
     Es nuestra tarea, pero no es una tarea fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con una mirada limpia, purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras y oscuridades que percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de nuestra oscuridad interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a Dios en las cosas, sucesos y personas se puede reconocer su verdad íntima y última.
    Dar gracias es acoger, encarnar, interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación de Dios. Es un ejercicio del corazón y no solo de los labios; es un compromiso real y no solo un cumplido.
    En Cristo, por Cristo y con Cristo agradezcamos el don de la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor), y que El nos clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer su presencia entre nosotros.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupan en mi vida la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Qué procesos desencadena en mi vida la palabra de Dios?
.- ¿Qué memoria hago de Jesucristo en mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFM cap

domingo, 2 de octubre de 2016

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 17, 5-10
   " En aquel tiempo los Apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe.  El Señor contestó: Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería.
     Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa?” ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras yo bebo; y después comerás y beberás tú?” ¿Tenéis que estar agradecido al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
                        ***                  ***                  ***                  ***
    Dos instrucciones aparecen en estos versículos del texto lucano. Una, centrada en la fuerza de la fe. Otra, exhorta al servicio fiel, sin expectativas compensatorias añadidas.
    La instrucción sobre la fe responde a una petición de los Apóstoles: reconocen que su fe es débil, y sólo Jesús puede acrecentarla y fortalecerla. La respuesta es, a primera vista, sorprendente, porque la fe no está para cambiar la orografía, ni Jesús ha venido para eso. Con ella simplemente quiere indicarles que “todo es posible al que tiene fe” (Mc 9,23).
     Con la segunda instrucción Jesús invita a adoptar en la vida el puesto del servicio, como hizo él, hasta lavar los pies de los discípulos: “Os he dado ejemplo” (Jn 13,15). A Dios no hay que pasarle factura.
REFLEXIÓN PERSONAL
    Actualmente el número de los españoles que se declaran ateos, agnósticos e indiferentes es considerable; además de todos aquellos que se manifiestan como creyentes no practicantes. Pero hay algo más preocupante que la mera  estadística: la mayoría de los que se declaran así fueron un día miembros de la Iglesia; de ella recibieron los sacramentos de la iniciación cristiana y, por rudimentaria que fuera, la catequesis del Evangelio. Y, además, es precisamente este bloque de ciudadanos el que aparece con mayor futuro social y capitaliza el dinamismo de la vida pública de nuestro país.
     ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Sin duda que las causas son variadas. ¿Qué se está haciendo para poner freno a esta hemorragia de lo religioso?  Algunos han tomado conciencia del problema, pero a la mayor parte de los católicos esto les deja despreocupados. Es como si hubiéramos decidido responder con la indiferencia al indiferentismo religioso que nos rodea.
     “El justo vivirá por su fe”, afirma el profeta Habacuc;  “Si tuvierais fe como un granito de mostaza diríais a esa morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”.  Palabras que hemos de entender correctamente. Solemos decir que la fe mueve montañas, pero evidentemente la fe no es una fuerza para trasformar la orografía y el paisaje, sino la propia vida.
    “Si tuvierais fe...”;  si tuviéramos fe...
  • Buscaríamos ante todo el Reino de Dios...
  • Daríamos mayor profundidad a nuestra vida...
  • Seríamos capaces de reconocer la presencia de Dios...
  • Superaríamos el miedo a “dar la cara por nuestro Señor”, y la tentación al disimulo.
  • Nuestra oración sería más abundante y comprometida...
  • Dejaríamos de lamentar el mal, para entregarnos a hacer el bien...
  • No nos limitaríamos a  ocupar un asiento en la iglesia, sino que buscaríamos desempeñar una función en ella.
  • No nos contentaríamos con oír el Evangelio, sino que  participaríamos “en los duros trabajos del evangelio”... 
     Si tuvierais fe... ¿Tan poca fe tenemos? ¿Qué es tener fe? Por supuesto que no es solo creer que Dios existe. “También lo demonios lo creen y tiemblan”, afirma Santiago en su carta (2,19). ¡Y esa fe no les salva! ¡Nuestra fe no puede ser la fe de los demonios!
    Sin duda que una respuesta ajustada a esas preguntas  supone integrar muchos elementos. Propongo un camino sencillo: acercarnos al Evangelio.   Conocemos la narración del centurión (Mt 8,5-13). La actitud de aquel militar pagano admiró a Jesús (“En ningún israelita he encontrado tanta fe”). Y no es este el único botón de muestra. Una mujer pagana, cananea (Mt 15,21-28), se acerca a Jesús con una petición: “Ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo”.  Jesús se hace el huidizo; casi la provoca con un desaire. La mujer, que es madre, no se rinde ni se ofende. Y Jesús se entrega: “¡Qué grande es tu fe, mujer!”.
     A Jesús le impresionó y casi desarmó la “fe” de estos dos “no creyentes” oficiales; al tiempo que le decepcionó profundamente la falta de fe de tantos “creyentes de oficio”. En su propio pueblo “se extrañó de aquella falta de fe” (Mc 6,6).
     ¿En qué consiste, entonces, la verdadera fe? ¿Cuál es? Son cuestiones que rehúyen la simplificación de una respuesta apresurada. Al evocar estos hechos, a primera vista paradójicos, mi propósito es invitar a buscar la respuesta. Pero quiero ofrecer una pista: Dios es más que un dogma, y la fe más que una teoría.
     Creer no es sólo saber y aceptar intelectual y afectivamente unas verdades; hay que acogerlas efectivamente. Creer es integrar la vida en el designio, en la verdad de Dios, e integrar el designio de Dios, su verdad, en la vida. La fe es acogida y entrega; recepción y donación.
      Creer es situar la vida en otra dimensión; sentirse profunda, vitalmente captado por Dios. Dejar que él protagonice mi vida. Creer no es tanto opinar cuanto vivir. Habituados a creer creyendo, nos hemos olvidado de creer creando. El justo vive de la fe. “Tu eres nuestra fe” exclamará Francisco.
      Y una última sugerencia apuntada en el evangelio, “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”. O sea que por creer, por vivir según la fe, a Dios no hay que  pasarle  factura, ni pedirle cuentas; hay que darle gracias.
     Como los apóstoles, pidámosle: “Señor, auméntanos la fe”, o como aquel otro personaje del evangelio digámosle: “Señor, creo, pero ven en ayuda de mi poca fe” (Mc 9,24). Con Francisco de Asís oremos: “Dame fe recta”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- En este “año de la fe”, ¿cómo me he situado ante esta realidad?
.- Si creer es crear, ¿qué dinamismo aporta la fe a mi vida?
.- ¿Oro sinceramente a Dios pidiéndole cada día el don de la fe?

DOMINGO MONTERO, OFM Cap.